Sonaron las seis de la tarde en la iglesia del Carmen y el ligero temblor que provocaron los campanazos en los vidrios de su apartamento del quinto piso al ángulo de las calles Roger de Llúria y de Còrsega alumbró la señal que esperaba inconscientemente.

¡Había llegado la hora de alistarse para salir a bailar!

Sin embargo, aquel domingo, Estel no resentía el ánimo habitual. Un cansancio indefinido acompañaba todos sus gestos. Peinarse le costó un esfuerzo doloroso. Sus brazos y sus manos parecían de plomo. Su cabello entró en rebeldía y no lo pudo amaestrar. Pintar sus ojos y sus labios de colores, este momento tan particular de comunión con su ser profundo reflejado en el espejo, no logró alumbrar la sonrisa que solía iluminar su cara cada domingo de milonga y acompañarla hasta el momento crucial de escoger sus zapatos de baile y de combinar los matices de su vestido, los tonos de su maquillaje y los reflejos de su calzado con la luz de sus ojos brillantes de alegría anticipada.

Estel no alcanzaba a explicar la razón de su extraña sensación.

Percibía sentimientos oscuros y tristes, una mezcla de abandono y de soledad, de fatiga y de vacío, mientras una voz interior la invitaba a quedarse en casa, a encender la televisión, a sentarse en el sofá, tal vez a llorar y a dormir.

El tiempo quedó suspendido a su decisión durante unos largos minutos. Por la ventana del salón, las nubes de un otoño precoz, cargadas de promesas de chubascos, engañaban a la ciudad, escondiendo el sol y amenazando los pocos pasantes intrépidos. La brisa marina, que acompañaba cada día el atardecer, había perdido sus fragancias de yodo y sus promesas de viajes mediterráneos, reemplazadas por un frío húmedo y la pestilencia nauseabunda del puerto y de la ciudad.

Nada, nada la incitaba a salir.

Entró en la cocina y notó que una vez más había olvidado de tomar su café con leche. En la mesa, la taza de café frío, un frasco de sacarina y, única visión de alegría, dos magdalenas melosas color de miel. En un reflejo infantil, su mano derecha cogió uno de los bizcochos. El perfume y luego el sabor la transportaron en un instante delante de la puerta del horno de su pueblo natal. Imágenes de niños riendo, corriendo y bailando, de gorriones gorjeando y peleándose por un pedazo de pan surgieron sobre la pantalla de sus ojos cerrados.

Aprovechó la oportunidad que le ofrecían los recuerdos, alejando durante unos segundos su melancolía indefinida, para agarrar un paraguas y salir.

Vivía muy cerca de la Milonga del domingo, que se celebraba cada semana en la Casa de Murcia y Albacete, y caminó rápidamente para llegar antes de que se le agotara el coraje. Entró por el bar y saludó a los participantes que ya habían llegado. Los conocía casi a todos. Se sentó a su mesa habitual, inmediatamente después de la entrada, al lado de la esquina donde se instalaba el musicalizador.

Cuando levantó los ojos después de haber calzado sus zapatos de baile, entendió que algo extraño estaba pasando. Sintió de nuevo el mismo desasosiego nostálgico que la había acompañado toda la tarde y, observando la sala oscura de la milonga, leyó la misma tristeza en todas las miradas.

Nadie se animaba a bailar, la pista permanecía desesperadamente vacía. Nadie conversaba, el salón estaba detenido en un silencio grave de alcoba sin luz. Parecía que el tiempo se hubiese parado, que la realidad se hubiese transformado en una fotografía, una imagen triste, sin sonrisas, sin movimiento, sin color.

Curiosamente, la única fuente de luz y de vida se situaba en la pared principal.

Había un gran retrato proyectado en la pared. Representaba a una pareja de artistas. En la parte izquierda, cabeza agachada de un lado, como para impregnarse de la música del fuelle y dejarse inspirar, absorber, conmover, Milva, cabello de fuego, juventud triunfante, labios ofrecidos a su arte y a su voz. Justo detrás de ella, en la parte derecha de la foto, el bandoneonista, Piazzolla. Cuando Astor, ojos cerrados para sentir la pulsación de su instrumento desde el interior de su cuerpo, cuando Piazzolla estiraba y abría el fuelle, su mano derecha podía acariciar el hombro de la cantante, rozar su piel, prolongando las notas de la melodía que tocaba hasta que alcanzasen el corazón de la artista y entonces, cuando ya tenían unidos sus almas y sus soplos, proyectar el tango de sus pechos para que el público lo pueda apreciar.

De repente ocurrió algo increíble.

De pronto, el retrato fijo se animó. Si, te lo juro. Así fue. Astor Piazzolla levantó los ojos y observó la sala. Milva dejó de cantar y su mirada se juntó a la del músico. Astor tenía la mirada grave, el silencio en la milonga se hizo aún más profundo, casi irrespirable.

Estel se puso a temblar cuando la mirada de Astor cruzó la suya y se fijó.

  • Estel, cariño, ¿qué esperas? ¿Que venga a bailar contigo?

Alzó la voz, ya se dirigía a la sala entera.

  • ¿Que creen, que se baila mejor aquí dónde estoy? ¿Que piensan, que no sentimos el frío abisal en el cual se hunden vuestros corazones?

Su mirada se fijó de nuevo, en un varón esta vez.

  • Antonio… Si, Antonio, conozco tu nombre. Los conozco a todos. Son amigos míos, los veo cada domingo, cuando giran alrededor de los pilares y se acercan a este paredón donde alguna noche me colgaron a un rayo de luz.

El maestro continuó su discurso improvisado con un tono más afectuoso, como si de verdad hablase a un amigo de siempre.

  • Che, Antonio, ¿no te vas a animar? ¡Ve esta morocha de zapatitos plateados y de vestido elegante! ¿No es hora que salgan a bailar? Mañana no existe Antonio, no esperes un día mejor.

De repente Piazzolla se volteó en dirección de la ventanilla del musicalizador. Este entendió el mensaje tácito del rioplatense, cabeceó, y lanzó la música.

  • Escucha este tema, Antonio, ¡escuchad todos! Tenía veinte años cuando lo gravaron. ¡Como quisiera bailar esta noche con ustedes! Por favor, bailen a mi memoria, bailen a la memoria de todas las parejas espontáneas que no se levantaron cuando la noche les ofrecía una tanda y se arrepintieron cuando ya era tarde…

Tal como se había animado, súbitamente, la imagen se fijó de nuevo en la pared.

Antonio se levantó prestamente y se dirigió hasta la mesa de Estel. La música tomó de nuevo posesión del salón y unos segundos después otra voz surgió del pasado. El cantor de la orquesta contaba que largo le parecía el camino hacia su amor.

Vagar, con el cansancio de mi eterno andar…

Al final de la tanda, Estel metió la mano en su bolsa y sacó un marcador de color rojo. Se volteó hacia la entrada del salón. De un gesto, tachó la palabra domingo del cartel pinchado en la puerta y, mirando a Piazzolla en los ojos, una lágrima perlando sobre su mejilla, murmuró “¡gracias, Maestro!, ¡gracias mi ángel!”, y reemplazó domingo por Angel.

Así fue como nació la Milonga del Angel, aquel día cuando Astor explicó a una asistencia aturdida que el pasado pasó, que el futuro no existe y que en la milonga uno tiene que disfrutar el único verdadero regalo de la vida, el presente, instantes de eternidad.